El 25 de diciembre del año 800, el papa León III coronó a Carlomagno como emperador. Este acto originó un precedente y creó una estructura política que estaba destinada a jugar un papel decisivo en los asuntos de Europa central. Así mismo estableció la pretensión papal de elegir, coronar e incluso deponer a los emperadores, derecho que hizo valer, al menos en teoría, durante casi 700 años. En su fase inicial, el resucitado Imperio de Occidente se mantuvo como entidad política efectiva menos de 25 años tras la muerte de Carlomagno, ocurrida en el año 814. El reinado de su hijo y sucesor, Luis I, estuvo marcado por una contienda fratricida, de carácter feudal, que culminó en el 843 con la partición del Imperio.
A pesar de las disputas internas del recién creado Imperio de Occidente, los papas mantuvieron la organización y el título imperiales, principalmente con la dinastía Carolingia, durante casi todo el siglo IX. Sin embargo, los emperadores ejercieron escasa autoridad más allá de las fronteras de sus dominios. Tras el reinado de Berengario I (915-924), asimismo nombrado rey de Italia o gobernante de Lombardía y que fue coronado por el papa Juan X, el trono imperial quedó vacante durante casi cuatro décadas. El reino franco de Oriente también conocido como reino germano (alemán), gobernado de forma inteligente por Enrique I y su hijo Otón I, apareció como el Estado más poderoso en Europa durante esta época. Además de ser un soberano ambicioso y capaz, Otón I fue un ferviente partidario de la Iglesia católica, como queda revelado por los nombramientos que hizo de clérigos para altos cargos, por sus actividades misioneras al este del río Elba, y finalmente por sus campañas militares, a requerimiento del papa Juan XII, contra el rey de Italia Berengario II. En el año 962, como reconocimiento a los servicios prestados por Otón, el papa Juan XII le recompensó con el título y la corona imperiales.
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