domingo, 16 de agosto de 2009
Tensiones dentro del Imperio
Tras la fusión de las tribus germanas, causa de la creación de una serie de estados cristianos independientes en los siglos VI y VII, la autoridad política de los emperadores bizantinos prácticamente desapareció en Occidente. Al mismo tiempo, se dejaron sentir las consecuencias religiosas de la división de la Iglesia occidental, de modo particular durante el pontificado (590-604) de Gregorio I. A la vez que el prestigio político del Imperio bizantino declinaba, el Papado se mostró cada vez más resentido por la injerencia de las autoridades civiles y eclesiásticas de Constantinopla en los asuntos y actividades de la Iglesia occidental. La consecuente enemistad entre las dos ramas de la Iglesia alcanzó su punto crítico durante el reinado (717-741) del emperador bizantino León III el Isaurio, quien intentó abolir el uso de imágenes en las ceremonias cristianas. La resistencia del Papado al decreto de León culminó en la ruptura con Constantinopla (730-732). El Papado alimentó entonces el sueño de resucitar el Imperio de Occidente. Algunos papas estudiaron la posibilidad de embarcarse en el proyecto y asumir el liderazgo de ese futuro Estado. Sin fuerza militar alguna ni administración de hecho, y en una situación de gran peligro por la hostilidad de los lombardos en Italia, la jerarquía eclesiástica abandonó la idea de un reino temporal unido al reino espiritual y se decidió a otorgar la titulación imperial a la potencia política dominante en la Europa occidental del momento: el reino de los francos. Algunos de los gobernantes francos habían probado ya su fidelidad a la Iglesia; Carlomagno, que ascendió al trono franco en el 768, había demostrado una gran cualificación para tan elevado cargo, especialmente por la conquista de Lombardía en el 773 y por la ampliación de sus dominios hasta alcanzar proporciones imperiales.
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